En los últimos años, hemos sido testigos de un importante avance en la consolidación de los sistemas democráticos en diversas partes del mundo, como Europa Central y Oriental, la antigua Unión Soviética y América Latina. Por primera vez en la historia, la democracia se ha considerado como un concepto universal, al menos en términos formales. Sin embargo, a pesar de esta aparente fortaleza externa, muchos sistemas democráticos consolidados están experimentando un preocupante y acelerado deterioro en su funcionamiento, lo que ha llevado a una pérdida de confianza en las ventajas de la democracia.

Esta contradicción entre la aparente fortaleza externa y la debilidad interna de los sistemas democráticos nos señala que los principales desafíos a los que se enfrenta la democracia provienen de su propia estructura y funcionamiento. La atonía actual de estos sistemas conduce a un determinismo fatalista peligroso, donde la democracia se acepta no por sus virtudes inherentes, sino por la falta de opciones mejores.

La razón principal de esta situación radica en el rechazo de los sistemas democráticos actuales a la búsqueda de una utopía democrática. La democracia no es simplemente un método de resolución de conflictos, sino una realidad dinámica que surge de la tensión entre sus hechos y sus valores. Una democracia sin valores ni objetivos, una democracia a la deriva, no tendrá la capacidad de generar los cambios necesarios para su propio desarrollo y transformación.